Los acontecimientos deben pasar por el corazón. Siempre es el corazón lo importante. Pongamos el corazón de nuevo en las manos de María. Ella es nuestra Madre. Como nos decía el Papa Francisco: «María es Madre. No se puede concebir ningún otro título de María que no sea la Madre. El cristiano no tiene derecho ‘a ser huérfano’. Tiene Madre. Tenemos Madre». Tenemos Madre y eso nos alegra.

Pero no es la maternidad en abstracto. Es mi madre. Mi madre en primera persona. Ella necesita mi sí. Ha aguardado paciente. Lo quiere, lo desea. ¿Se lo he dado?

Una persona rezaba: «Tú siempre me miras. Enséñame a buscarte siempre en el silencio. A buscarte para mirar juntos el día y respirar. Enséñame a preguntarte cada día, a recogerme y estar contigo, por más lío que tenga. A ponerte en el centro. Que siempre rece por otros, que siempre pueda pasear contigo por mi alma irregular y por la tuya. Ayúdame a saber esconderme siempre y a mirar hacia dentro de mí para hablar contigo. A contarte todo. Te abro mi corazón».

Tenemos que aprender a rezar así, a mirar así a María, a Jesús. A lo mejor no he tenido una experiencia personal, un encuentro profundo. Tal vez no he dado ningún salto audaz y me he quedado en lo de siempre.

Sin transformación del corazón no ocurre nada. Si no hay una renovación personal y única no hay aspiración a ser santos. Y esto es lo importante. Queremos ser santos.

Decía el Padre José Kentenich hace cien años en el acta de fundación: «¿Alcanzaremos el fin que nos hemos propuesto? En cuanto depende de nosotros, mis queridos congregantes, -y esto no lo digo vacilando y dudando, sino con plena convicción-, nosotros haremos todo lo posible».

Es la santidad la que se espera de nosotros como cristianos. No hay dos clases de cristianos. Los que aspiran a ser santos y los que se conforman con un mínimo. Es imposible. O somos cristianos con todo el corazón o no somos cristianos.

No podemos conformarnos con ser cumplidores de la ley y no llegar a ser hombres enamorados de Dios hasta lo más hondo. Todos tenemos la misma aspiración: ser entera posesión de Dios.

Decía el Padre Kentenich: «Este es el sentido de la vida: que yo logre liberarme de mí mismo y me entregue incondicionalmente a Dios y sus deseos»[1].

Por eso, en cuanto dependa de nosotros, no queremos quedarnos quietos. Nos liberamos de nuestras ataduras y damos nuestro sí. Queremos vivir en Dios y para Dios.

Ojalá se despierte en nosotros el deseo de dar más, de luchar más, de amar más. Ojalá hoy queramos ser más santos que ayer. Ojalá queramos ser un santuario vivo de María, una morada del Dios Trino.

El día de todos los santos es una invitación a engrosar esa lista de santos anónimos con nuestras vidas. No es un día para ser recordados por nuestras obras. Queremos dejar una huella de luz con nuestro paso en muchos corazones. ¿Dónde he entregado mi vida de nuevo?

Nuestros nombres están inscritos en el cielo, en el corazón de María. Por eso no queremos conformarnos con una vida mediocre. Queremos tocar las alturas.

Fuente: Aleteia


[1] J. Kentenich,
Terciado 1952