LA FIESTA DE EPIFANÍA
La Iglesia celebra la epifanía a los doce días de la navidad. Se trata de una fiesta que tiene un carácter similar al de la anterior. Son fiestas compañeras, si no gemelas. El nombre de «pequeña navidad» dado a la epifanía expresa la idea popular de la fiesta en la Iglesia occidental. Parece como una repetición, a menor escala, de las celebraciones navideñas. Entre los cristianos de Oriente sucedía exactamente lo contrario. También ellos celebran la navidad, pero no le conceden el mismo rango que a la epifanía. Les parece apropiado dar a navidad el título de «pequeña epifanía».
Dejando a un lado la discusión acerca del rango e importancia relativa de estas fiestas, lo cierto es que la Iglesia universal celebra ambas solemnidades. Navidad y epifanía son fiestas complementarias que se enriquecen mutuamente. Ambas celebran, desde diferentes perspectivas, el misterio de la encarnación, la venida y manifestación de Cristo al mundo. Navidad acentúa más la venida, mientras que epifanía subraya la manifestación.
Una mirada a los orígenes.
La epifanía es de origen oriental y, probablemente, comenzó a celebrarse en Egipto. De allí pasó a otras iglesias de Oriente, y posteriormente fue traída a Occidente, primero a la Galia, más tarde a Roma y al norte de Africa. La aparición de esta fiesta al principio del siglo IV coincidió aproximadamente con la institución de la navidad en Roma. Durante este siglo tuvo lugar un proceso de imitación recíproca de ambas iglesias. Mientras que las iglesias occidentales adoptaban la fiesta de la epifanía, las orientales, con algunas excepciones, no tardaron mucho en introducir la fiesta de navidad. Como resultado de esta nivelación o «gemelización», ya en el siglo IV o V las iglesias orientales y occidentales celebraban dos grandes fiestas en el tiempo de navidad.
Se ha descrito la fiesta del 6 de enero como la navidad de la Iglesia de Oriente. Podríamos considerar exacta esta descripción si nos atenemos al período de los orígenes. No hay duda de que, en el tiempo de su institución, la epifanía conmemoraba el nacimiento de Cristo y, en este sentido, no era tan diferente de nuestra navidad; ambas eran fiestas de natividad. Sin embargo, esa fiesta experimentó una cierta evolución como resultado de la influencia de la navidad occidental. Parece probable que incluyó desde el principio al menos otro tema: el del bautismo de Jesús en el Jordán. Este tema ganó importancia hasta llegar a convertirse en el objeto primero de la fiesta. La conmemoración de la natividad quedó entonces reservada a navidad.
El término mismo, proveniente del griego epiphaneia («manifestación»), arroja luz sobre la significación originaria de la fiesta. En el griego clásico, la palabra podía expresar dos ideas, secular una, religiosa la otra. En el uso secular podía referirse a una llegada. Cuando, por ejemplo, un rey visitaba una ciudad y hacía su entrada solemne, se recordaba ese evento como una epifanía. San Pablo utiliza la palabra en este sentido refiriéndose a Cristo. Su venida a la tierra fue una epifanía, como la de un gran monarca que entra en una ciudad. Fijémonos, por ejemplo, en este pasaje de 2 Timoteo 1,10: «Y la gracia que nos fue dada en Cristo Jesús desde la eternidad, y manifestada ahora por la aparición (epiphaneia) de nuestro Señor Jesucristo» 1. Si tenemos presente este uso neotestamentario del término epiphaneia, entenderemos con facilidad cómo la idea de nacimiento entró en la concepción de la fiesta de la epifanía, ya que celebraba la venida, la llegada y la presencia de la palabra encarnada entre nosotros.
Existía, además, el uso religioso del término en la cultura griega. Aquí tiene un sentido bastante diferente. Denotaba alguna manifestación de poder divino en beneficio de los hombres. Aquí estamos más cerca de la interpretación litúrgica de la epifanía. Es una fiesta de manifestación. Dios manifestaba su poder benevolente en la encarnación. La venida de Cristo a la tierra era una epifanía en sí misma. Hubo, además, otras manifestaciones: la adoración de los magos, el bautismo en el Jordán, la conversión del agua en vino y otras más.
Parece, pues, que la fiesta de la epifanía tuvo desde el principio un carácter más bien complejo. Fue una fiesta de natividad pero también fue algo más. No se limitaba a celebrar la venida histórica de nuestro Señor y Salvador Jesucristo a la tierra, sino también los diversos «signos» por los que durante su vida reveló su poder y su gloria.
Hemos señalado con anterioridad que en la Iglesia de Oriente el foco del interés tendía a centrarse en el bautismo de Cristo. Y no sin razón, pues fue precisamente en ese acontecimiento donde el Padre dio testimonio de que éste era su Hijo amado, y el Espíritu Santo se posó sobre él en forma visible. Esa fue la manifestación que inauguró su ministerio público y le reveló como el Mesías.
Con la introducción de la epifanía en Roma y en otras iglesias de Occidente, el significado de la fiesta experimentó un cambio. Entonces, el episodio de los magos que siguen a la estrella y vienen con sus regalos a adorar al Mesías se convirtió en el tema principal de la fiesta. Se atribuyó un simbolismo profundo al relato evangélico. Representaba la vocación de los gentiles a la Iglesia de Cristo.
La llamada a todas las naciones.
Cuando la epifanía se popularizó, se implantó la costumbre de añadir las tres figuras de los magos a la cuna de navidad. Ellos llegaron a conquistar la fantasía popular. La leyenda les dio unos nombres y los convirtió en reyes. En la gran catedral gótica de Colonia se puede ver la urna de los tres reyes. Sus «huesos» fueron llevados allí, desde Milán, en 1164, por Federico Barbarroja.
Los grandes padres latinos, san Agustín, san León, san Gregorio y otros, se sintieron fascinados por esas tres figuras, pero por una razón distinta. No sentían curiosidad por conocer quiénes eran o su lugar de procedencia. No tenían interés alguno en tejer leyendas en torno a ellos. Su interés se centraba en determinar lo que ellos representaban, su función simbólica, la teología subyacente en el relato evangélico. En sus reflexiones sobre Mateo 2,1-12 llegaron a la misma conclusión: los sabios de Oriente representaban a las naciones del mundo. Ellos fueron los primeros frutos de las naciones gentiles que vinieron a rendir homenaje al Señor. Ellos simbolizaban la vocación de todos los hombres a la única Iglesia de Cristo.
Con esta interpretación de epifanía, la fiesta toma un carácter más universal. Amplía nuestro campo de visión, abre nuevos horizontes. Dios deja de manifestarse sólo a una raza, a un pueblo privilegiado, y se da a conocer a todo el mundo. La buena nueva de la salvación es comunicada a todos los hombres. El pueblo de Dios se compone ahora de hombres y mujeres de toda tribu, nación y lengua. La raza humana forma una sola familia, pues el amor de Dios abraza a todos.
Este es el misterio que consideramos, tal vez, como evidente, pero que fue fuente permanente de admiración para san Pablo. En la segunda lectura de la misa (Ef 3,2-6) habla de este misterio, oculto desde generaciones pasadas, pero revelado ahora a través del Espíritu, «que los paganos comparten ahora la misma herencia, que forman parte del mismo cuerpo y que se les ha hecho la misma promesa, en Cristo Jesús, a través del evangelio». Recordemos que también nosotros hemos sido «gentiles». Como san Pedro recordaba a sus conversos paganos: «Los que en un tiempo no erais pueblo de Dios, ahora habéis venido a ser pueblo suyo, habéis conseguido misericordia los que en otro tiempo estabais excluidos de ella» (1 Pe 2,10).
El llamamiento de las naciones es el tema de la homilía de san León para el Oficio de lecturas. Dice así: «Que todas las naciones, en la persona de los tres Magos, adoren al Autor del universo, y que Dios sea conocido no ya sólo en Judea, sino también en el mundo entero». Y después una exhortación: «Celebremos con gozo espiritual el día que es el de nuestras primicias y aquel en que comenzó la salvación de los paganos». Estos sabios de Oriente representaban los primeros frutos, las primicias (primitiae) de la gran cosecha de la humanidad. Esta idea reaparece con frecuencia en los sermones patrísticos dedicados a la epifanía.
Al final de su homilía, san León introduce una nota misionera. Observa que la Iglesia celebra no precisamente un acontecimiento de otro tiempo, sino la actividad salvadora que continúa todavía en el mundo. Allí donde se predica el evangelio y las gentes son atraídas a la fe en Cristo, se realiza el misterio de la epifanía. Y todos nosotros compartimos este trabajo de llevar a otros a Cristo. Todos deberíamos ser «servidores de esa gracia que llama a todos los hombres a Cristo».
En la primera lectura de la misma, tomada de Isaías 60,1-6, tenemos una visión espléndida de la entrada de las naciones en la Iglesia. El profeta predice el retorno de los exiliados a Jerusalén. Se representa a la ciudad como a una madre que guarda luto por la dispersión de sus hijos y que se regocijará pronto por su vuelta. La liturgia considera que esta profecía se ha cumplido en la Iglesia. Ella es una madre, y se regocija al ver que sus hijos vienen de lejos:
Alza en torno los ojos y contempla,
todos se reúnen y vienen a ti,
tus hijos llegan de lejos,
y tus hijas son traídas en brazos.
Una visión de universalidad, como una gran procesión de pueblos que proceden de todas las partes del mundo y convergen en la ciudad santa, la Iglesia. Y estos pueblos no vienen con las manos vacías, sino llevando dones: «Porque a ti afluirán las riquezas del mar, y los tesoros de las naciones llegarán a ti». ¿Cómo tenemos que entender esos dones? ¿Se trata simplemente de riquezas y de recursos naturales, o representan riquezas espirituales? En mi opinión, son lo último, los tesoros invisibles; y éstos incluyen la sabiduría, la cultura heredada y las tradiciones religiosas de cada nación. Todo esto tiene que entrar en relación con la Iglesia si ésta ha de ser verdaderamente católica. No se puede aceptar todo. Algunos elementos deberán pasar por una purificación, o incluso deberán ser rechazados; pero la Iglesia reconoce que cuantos valores de verdad y de bondad se encuentran entre esos pueblos son signos de la presencia oculta de Dios entre ellos. Como declara el concilio Vaticano II: «Cuanto de bueno se halla sembrado en el corazón y en la mente de los hombres o en los ritos y culturas propios de los pueblos no solamente no perece, sino que es purificado, elevado y consumado para gloria de Dios»
Los tres reyes
En este punto volvemos a los tres reyes, pues parece que los encontramos en el salmo responsorial (Sal 71): «Los reyes de Tarsis y las islas le pagarán tributo. Los reyes de Arabia y de Sabá traerán presentes». Tal vez fue este salmo el que dio pie a la tradición, presente ya en Tertuliano, de que los magos eran reyes. Posteriormente se dio una interpretación mística incluso a los dones mismos. Significaban misterios divinos. El oro reconocía el poder regio de Cristo; el incienso, su sumo sacerdocio, y la mirra, su pasión y sepultura.
La estrella que los guiaba.
El siguiente elemento de la narración es la estrella que guió a los sabios a Belén. Podemos dejar de lado explicaciones relacionadas con la naturaleza de la estrella. Algunos querrían identificarla con una notable conjunción de planetas registrada en el siglo VII-VI a.C., o incluso con el cometa Halley. La excesiva preocupación por los detalles lleva indefectiblemente a olvidar el punto real de la narración. Efectivamente, la estrella es un elemento indispensable en la narración de san Mateo; pero la tradición cristiana la interpreta no como un fenómeno natural, sino como un símbolo de fe.
La oración principal de la fiesta, oración atribuida a san Gregorio Magno, sugiere este último enfoque. Es una oración que enlaza tres ideas: la vocación de las naciones, la estrella como símbolo de fe y el premio de la fe, que es la visión de Dios cara a cara.
Señor, tú que en este día revelaste a tu Hijo unigénito a los pueblos gentiles por medio de una estrella, concede a los que ya te conocemos por la fe poder contemplar un día, cara a cara, la hermosura infinita de tu gloria.
Esta oración representa nuestra propia vida como un peregrinar, como una peregrinación de fe. Nosotros somos los magos. La fe es la estrella que nos guía. Belén es nuestra meta.
La fe es la luz por la que reconocemos a Dios. Es una estrella que nos lleva a Cristo. Es un don de Dios, una iluminación, no una propiedad nuestra. Cristo dijo: «Nadie puede venir a mí si no es atraído por el Padre que me envió» (Jn 6,44). No se puede llegar a la luz de la verdad revelada mediante el recurso exclusivo de la razón humana. Dios es el que revela; él es el que «iluminó nuestros corazones para que brille el conocimiento de la gloria de Dios, que brilla en el rostro de Cristo» (2 Cor 4,6).
Mediante la fe conocemos realmente a Dios, aunque este conocimiento sea oscuro, «como a través de un espejo, de manera oscura o borrosa». Es un conocimiento que nos une a Dios y lleva consigo, incluso en la tierra, la «garantía» y la sustancia de las cosas esperadas (cf Heb 11,1). Caminamos en fe, no en visión. Nos asemejamos al piloto de aviación que pilota su aeroplano en la noche. No ve absolutamente nada fuera de su cabina. Fiándose de sus instrumentos, sabe que se encuentra en la ruta correcta. También la fe nos sitúa en nuestra ruta, nos muestra el camino que tenemos que recorrer.
En ocasiones podemos llegar a perder nuestra dirección. Tal vez palidezca o llegue a desaparecer la estrella que se nos apareció con tanta brillantez. Pero esto no quiere decir que estemos perdidos. Esa oscuridad es temporal y sirve de prueba de nuestra fe. Tenemos que aprender de los magos. No se pusieron a desandar el camino cuando perdieron la estrella. Por el contrario, buscaron consejo acudiendo a hombres versados en las Escrituras, hombres capaces de decirles dónde nacería Cristo. También nosotros deberíamos consultar con aquellos que, por sus conocimientos y experiencia, están en condiciones de ayudarnos. Necesitamos el consejo de hombres y mujeres que conocen realmente la palabra de Dios. Debemos añadir nuestra oración y nuestra paciencia. Entonces reaparecerá la estrella…
La luz de la fe es algo que puede y debe ser compartido. Necesitamos el testimonio de otros y estamos. obligados a «dar testimonio de la luz». El testimonio de una vida buena, de una fe viva, es mucho más eficaz que toda una torrentera de palabras. Ese es el mensaje de las velas encendidas en pascua y el de la estrella de epifanía. Tendremos que comunicar a nuestros semejantes la luz que hemos recibido. Según san León Magno: «Todo el que vive en la Iglesia piadosa y castamente, el que ‘tiene. pensamientos celestiales, no terrenos’, se asemeja a esta luz celestial; y mientras preserve en sí mismo el esplendor de una vida santa, como la estrella, revela a muchos el camino que lleva al Señor».
Pero fe no es visión. No apaga el deseo, sino que lo inflama. La felicidad última del hombre descansa en la visión sobrenatural de Dios. Anhelamos verle tal cual es en realidad, ser conducidos a la visión de su gloria. Es algo que nos atrevemos a esperar, pues se nos ha prometido «lo que ojo no vio ni oído escuchó». En la fiesta de hoy, la Iglesia pide este don de los dones para todos sus hijos. Entre tanto, tenemos que contentarnos con la luz que tenemos, la luz de la fe «que luce en lugar tenebroso hasta que alboree el día y el lucero de la mañana despunte en vuestros corazones» (2 Pe 1,19).
Temas secundarios.
La liturgia de epifanía incluye otros temas o motivos que, si bien ocupan un segundo plano, son importantes para comprender la fiesta. Tradicionalmente, la Iglesia conmemora tres manifestaciones, que son descritas en la antífona del Magnificat: «Hoy la estrella condujo a los magos al pesebre; hoy el agua se convirtió en vino en las bodas de Caná; hoy Cristo fue bautizado por Juan en el Jordán para salvarnos».
Estos son los tres milagros (tria miracula). Hemos tratado del primero. Consideremos ahora los otros dos, comenzando por el bautismo de Jesús. Como hemos señalado, éste llegó a convertirse en el tema principal de la fiesta en las liturgias orientales. Y no sin razón, ya que los evangelistas atribuyeron grandísima importancia a este misterio. Los cuatro lo mencionan. San Marcos comienza su evangelio con la predicación de Juan el Bautista y con el bautismo de nuestro Señor, administrado por aquél.
Jesús fue manifestado como el hijo de Dios en su bautismo. Precisamente entonces se escuchó la voz del Padre que decía: «Este es mi hijo amado, en el que me complazco» (Mt 3,17). El Bautista, movido por el Espíritu, dio también testimonio diciendo: «Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29), anunciando de esta manera su misión salvadora. Por parte de Jesús, el bautismo fue un humilde acto de sumisión por el que se colocaba entre los pecadores. De esta manera daba testimonio de su amor al Padre y a las gentes a las que había venido a salvar. Su bautismo marcó el comienzo de su ministerio público y de su investidura solemne como Mesías. El bautismo encerraba también una significación profética. Anunciaba otro bautismo, el de la muerte en cruz, por el que conseguiría de manera definitiva nuestra redención; y predecía la venida del Espíritu Santo en pentecostés y el bautismo de todos los creyentes.
Al contemplar la profunda significación de este hecho, sorprende que el bautismo no ocupara un lugar más prominente en la liturgia romana. No vamos a entrar en los motivos o razones que llevaron a tal situación; pero sí añadiremos que se ha enmendado la situación. Los padres de la Iglesia contemplan y comentan, en las lecturas patrísticas de los días que siguen a la fiesta, los diversos aspectos del misterio. Más aún, el domingo siguiente a la epifanía se ha convertido en la fiesta del bautismo del Señor.
Al celebrar la fiesta del bautismo de nuestro Señor, conmemoramos también nuestro propio bautismo y nuestra adopción como hijos de Dios. Cuando tratamos de la navidad, ya consideramos cómo el misterio de nuestra adopción divina comenzó en la encarnación. En la fiesta de hoy se nos recuerda que nuestra adopción se hizo realidad en el día de nuestro bautismo. La liturgia recuerda este don de Dios y nos hace rememorar nuestra obligación de vivir como hijos de Dios. En una de las peticiones suplicamos: «Tu bautismo nos hizo hijos del Padre. Concede el espíritu de filiación a cuantos te buscan». Y decimos al Padre en la oración final: «Concede a tus hijos de adopción, renacidos del agua y el Espíritu Santo, perseverar siempre en tu benevolencia».
La fiesta de la boda de Caná es el tercer «milagro» conmemorado en la epifanía. Fue el primer signo que hizo Jesús, la primera manifestación de su poder divino. Convirtiendo el agua en vino, «manifestó su gloria y creyeron en él sus discípulos» (Jn 2,11). Joseph Lemarié declara en su conclusión al riquísimo comentario de este episodio: «El milagro del agua convertida en vino es el signo de la nueva dispensación que es la economía del Espíritu. Por este Espíritu, Cristo transforma a la humanidad y hace que pase del estado de pecado y de servidumbre a la gloria y a la libertad de la filiación adoptada. El bautismo y la eucaristía son las dos fuentes de esta nueva vida».
El tema nupcial recorre la Biblia de punta a cabo. La relación de Dios con su pueblo es la de un esposo con su esposa: «Pues tu esposo será tu creador, cuyo nombre es Yavé Sebaot» (Is 54,5). Expresa el amor fiel de Dios a su pueblo, y la alianza es el símbolo de este amor. El creador y sus criaturas están unidos por esta alianza, que es como un pacto matrimonial.
Vino luego la nueva economía: «Porque tanto ha amado Dios al mundo, que le ha dado a su Hijo unigénito» (Jn 3,16). La encarnación fue la consumación de la unión de Dios con los hombres. Por eso los padres de la Iglesia gustaban de presentar el misterio de la encarnación como una especie de matrimonio místico. San Gregorio Magno, en una homilía sobre la parábola del banquete nupcial (Mt 22,1-4), explica cómo Dios Padre preparó un banquete nupcial para su Hijo cuando éste unió su naturaleza a la nuestra en el casto vientre de la virgen María (homilía 38 de los evangelios). La imagen es muy adecuada para expresar la caridad divina que motivó la encarnación. La hemos encontrado en la liturgia de navidad, especialmente en las antífonas y en los salmos. Tenemos un ejemplo en la antífona del Magnificat para el día de navidad: «Viene del Padre, como el esposo sale de su cámara nupcial».
En el Nuevo Testamento, el título de esposo se aplica a Cristo. Su esposa es la Iglesia. Su venida a la tierra, los años de su vida oculta y su ministerio público tienen el carácter gozoso de una celebración nupcial. El prohibió a sus discípulos guardar luto mientras el esposo está todavía con ellos (Mt 9,15). Juan el Bautista se sentía orgulloso de ser el «amigo del esposo»; sus apóstoles fueron sus acompañantes, y todos eran sus invitados.
La celebración de la boda de Caná sirve de conclusión gozosa del tiempo de navidad. Expresa de manera gráfica la sobreabundancia de vida, el «vino nuevo» que Cristo regala a su esposa, la Iglesia. Parece entretejer todos los hilos de la liturgia de las festividades navideñas, y está resumida de manera admirable en la antífona de Laudes en la fiesta de la epifanía:
Hoy la Iglesia se ha unido a su celestial esposo, porque en el Jordán Cristo la purifica de sus pecados; los magos acuden con regalos a las bodas del rey, y los invitados se alegran por el agua convertida en vino. Aleluya.
VINCENT RYAN
ADVIENTO-EPIFANÍA
Paulinas. Madrid 1983, págs. 104-118