Inmaculada, ¡Oh concepción sin mancha de pecado!

Esta expresión indica de forma negativa la presencia de María por gracia singular en el ámbito de la santidad de Dios ya desde el primer instante de su existencia. Se trata de una verdad del misterio de la Madre de Jesús, que fue madurando en la conciencia de la Iglesia a través de un lento camino de meditación de fe y de reflexión teológica, definida solemnemente como verdad de fe por Pío IX con la bula Ineffabilis Deus del 8 de diciembre de 1854.

En el ámbito de la comunidad cristiana los protestantes no reconocen esta verdad, por no estar atestiguada explícitamente en la sagrada Escritura; los cristianos ortodoxos, aunque confiesan con diversas expresiones la santidad plena y radical de María, no aceptan la verdad dogmática de la «Inmaculada Concepción» porque recurren a una conceptualización teológica distinta para expresar la singularidad de la situación de la Virgen y por el hecho de que no reconocen el magisterio papal infalible.

Es importante tener en cuenta el recorrido plurisecular que ha llevado a la Iglesia a la formulación de este dogma mariano e intentar captar e ilustrar su verdadero sentido en el contexto de la verdad cristiana más amplia y compleja, centrada en Jesucristo, hijo de María.

  1. Desarrollo del dogma en la conciencia de fe del pueblo cristiano y en el pensamiento teológico, intervenciones del Magisterio.

El dogma de la Inmaculada Concepción de María representa quizás el caso más palpable de la importancia fundamental que tiene el sentido de la fe de la Iglesia como sujeto creyente y más particularmente como pueblo que vive de forma intuitiva y espontánea su fe, incluso «contra» las dificultades que presenta la teología. «Un hecho claro se deduce de la historia del dogma de la Inmaculada Concepción: la precedencia del sentido cristiano popular, intuitivamente en favor del privilegio mariano, sobre la teología, durante mucho tiempo titubeante en favor o en contra de él, y sobre el Magisterio, que no se pronuncia en forma definitiva hasta 1854» (S. de Fiores, Inmaculada, en Nuevo diccionario de mariologia, San Pablo, Madrid 1988, 912).

¿Qué nos dicen las fuentes bíblicas sobre esta verdad?

En el Antiguo Testamento hay una alusión a la mujer que aplastará la cabeza de la serpiente tentadora (cf. Gn 3,15): en los evangelios se habla de María, «llena de gracia» (cf. Lc 1,28): en el Apocalipsis encontramos a la mujer que se escapa del dominio del dragón (cf. Ap 12). En estos tres pasajes no se puede ver una indicación formal del hecho de la Inmaculada Concepción de María, sino sólo algunos oscuros indicios de ella. Sin embargo, el pueblo cristiano con su sentido de la fe, basándose precisamente en estos pasajes bíblicos y en otros menos relevantes, consideró e invocó desde los primeros siglos a María, la totalmente santa y sin pecado.

En oriente, desde el siglo VII, especialmente con san Andrés de Creta, san Germán de Constantinopla y san Juan Damasceno, se empezó a hablar de la santidad original de María y a celebrar la fiesta de su Concepción. Esta fiesta pasó a Occidente en el siglo IX y se difundió a partir del siglo XI por todas partes, a pesar de la oposición de grandes santos y teólogos. Esta oposición estaba motivada en el hecho de que la teología occidental, a partir de san Agustín, consideraba a María por una parte como llena de gracia, pero, para reaccionar contra el pensamiento pelagiano que negaba el pecado original y la necesidad universal de la redención en Cristo: afirmaba por otra parte que María, como miembro de la humanidad pecadora, había contraído antes el pecado original, como todos los seres humanos hijos de Adán, siendo redimida posteriormente por su hijo Jesucristo. En esta línea se movieron también los más grandes doctores medievales: san Bernardo, san Anselmo, santo Tomás y san Buenaventura.

De todas formas, también en el campo teológico, ya desde el siglo XI (especialmente Eadmero) habían empezado algunas reflexiones que intentaban fundamentar la legitimidad teológica de la piedad popular. Una aportación decisiva en este sentido fue la del teólogo franciscano J D. Escoto (+ 1308), que propuso primero como «probable» y luego como «posible» la tesis de que la acción redentora de Cristo con su madre debía considerarse no como liberativa, sino como preservativa del pecado original. Con esta propuesta el gran teólogo mantenía la universalidad del pecado y de la función redentora universal de Cristo, pero señalaba una influencia redentora de Cristo en su madre más radical, más perfecta que la que ejercía sobre los demás seres humanos (cf. 0rd. 3, d. 3, q. 1). La propuesta de Escoto, asumida y defendida en el terreno teológico por los franciscanos, fue ganando gradualmente, aunque con algún esfuerzo, el consenso de la mayoría del mundo teológico y dio un sólido fundamento doctrinal a la intuición de fe del pueblo y a la praxis litúrgica que se había afirmado ya hacía tiempo.

El Magisterio de la Iglesia empezó a intervenir en esta cuestión. El concilio de Constanza en 1438 (que por entonces era todavía cismático) declaró esta doctrina como «conforme con la fe».

Sixto IV aprobó oficialmente la fiesta y una misa que contenía la afirmación de la verdad (privilegio) mariana: el concilio de Trento, al tratar del pecado original, afirmó que no intentaba comprender en su decreto a la bienaventurada e inmaculada Virgen María (DS 1516): Clemente XI en 1708 extendió la fiesta a la Iglesia universal: Pío IX proclamó como verdad de fe «la doctrina que sostiene que la beatísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador del género humano» (DS 2803). Desde entonces, los sumos pontífices, especialmente Pío XII con la Encíclica Fulgens corona de 1953, han intervenido varias veces para confirmar, precisar y profundizar el sentido de esta verdad mariana, proclamada también por el Vaticano II (cf. LG 56; 59).

  1. Fundamento y significado teológico del dogma de la Inmaculada Concepción.

El fundamento de esta verdad/privilegio mariano es la maternidad divina de María. La plenitud de gracia con la que Dios la adornó desde el primer instante de su existencia encuentra su razón fundamental en el hecho de que estaba destinada a convertirse en la madre del Hijo de Dios, redentor del pecado de la humanidad.

A este motivo hay que añadir también el de la cooperación activa de la madre de Jesús en la derrota del pecado y del mal en el mundo: la que había sido llamada a prestar su cooperación generosa y singular en la obra redentora del Hijo, tanto en la realización del acontecimiento redentor como en su «asimilación» provechosa por parte de los hombres en el curso de los siglos («maternidad espiritual»), fue hecha por Dios radicalmente inmune, ya desde el principio, de las mordeduras del mal/serpiente.

Al indicar el significado teológico y espiritual de esta verdad mariana, la teología reciente se mueve en estas direcciones: María es la «toda santa» por iniciativa soberana de Dios y con esto y en esto constituye un reflejo luminoso de la santidad de Dios en la historia de los hombres, marcada por el pecado, así como por una realización ejemplar de la santidad a la que está llamada la Iglesia.

María inmaculada constituye el comienzo luminoso de aquel mundo renovado que Dios ha venido a implantar en la historia por medio de Cristo en la fuerza del Espíritu, así como el punto de referencia y de orientación para sus hermanos y hermanas que luchan fatigosamente contra las fuerzas del mundo corrompido. Su excelsa santidad no la aleja de sus hermanos, sino que indica luminosamente la meta hacia la que Dios, por pura gracia, llama a todos los hombres en un mundo de pecado.

G. Iammarrone

Bibl.: 5. de Fiores – A. Serra. Inmaculada, en NDM, 910-941: K, Rahner La Inmaculada Concepción, en Escritos de teologia, 1, Taurus, Madrid 1963, : M. Peinador, Estudio sintético comparativo de las pruebas de Escritura en favor de la Inmaculada Concepción de Maria, en EstMar 14 (1955) 55-77; J M. Cascante, El dogma de la Inmaculada en las nuevas interpretaciones Sobre el pecado original en EstMar 42 (1978) 113-146.