Señor, daré rienda suelta a mi corazón sediento. Tú has puesto en mí el impulso de volar hasta Ti con alas de paloma y caigo rendida como cierva sedienta.

Tú, mejor que nadie, sabes de las necesidades y ansias del corazón humano, unas verdaderas, nacidas de nuestro ser de criaturas: sed de amor, sed de bien, sed de verdad, sed de justicia, sed de paz, sed de consuelo, sed de reconocimiento de la dignidad humana, sed de respeto a la conciencia, sed de plenitud. Pero no pocas veces, Tú lo sabes, también nos asaltan otras necesidades aparentes y engañosas, que tomamos como si fueran igual de necesarias y primarias que las verdaderas: sed de poder, sed de riqueza, sed de fama, sed de violencia, sed de dominar, sed de autosuficiencia, sed de… aunque en realidad acaban enfermando lo más auténtico y noble del hombre. Esta, como está escrito en el libro de la Sabiduría, no es la sed de los justos (cf. Sb 11, 14). Señor, ¡qué misterio el de la sed del hombre! Aun cubiertos todos esos tipos de sed, los más auténticos y los espurios, el hombre continúa sediento, en una búsqueda que parece no encontrar fin. ¿No será que, por mucho que lo intentemos ocultar, negar o disimular, la sed está en lo más íntimo y originario de nuestro ser de criaturas? ¿No seremos constitutivamente sed de Dios, sed que busca incansablemente ser saciada?

Sería dramático, Señor, que el hombre no fuese más que un condenado a la sed. En ese caso, habría que dar la razón a quienes levantan el estandarte del sinsentido y caen en la desesperación e incluso en el cinismo: el hombre no tendría otro horizonte que la insatisfacción, sobre él pesaría la condena de ser un perennemente insatisfecho. La vida no sería más que el penoso y angustiado lamento de un sediento o un acomodarse a una situación en la que la sed se disimula con los más variados colores y oropeles, mientras la vida se nos resquebraja como tierra reseca, agostada, sin agua. Pero lo verdaderamente dramático sería, Señor, que el sediento, teniendo delante la fuente, se negara a beber y muriera de sed.

Mi propia experiencia sabe de la rebeldía que la sed puede suscitar en muchos momentos del camino de la vida, y un grito se alza de manera irrefrenable: Señor, ¿por qué nos haces sentir la sed y… tanta sed? ¿Nos has querido sedientos?

Tu gracia me ha hecho descubrir que nos quisiste criaturas. Y las criaturas tienen, por su misma condición, necesidad de Ti, sed de Dios. Y esa sed no es un castigo, sino un regalo tuyo. ¡Esa sed es tu grito encarnado en la criatura!, para que esta sea consciente y jamás olvide que no puede prescindir de Ti. Tú, que nos has regalado la sed, te ofreces como fuente que la sacia. Quisiste al hombre sediento, pero no sin quererte a Ti mismo como inagotable fuente y fidelísima agua que se ofrece indefectiblemente. Señor, ¡no permitas que me domine la tentación de la autosuficiencia, el intento suicida de querer colmar el corazón con mis solas fuerzas al margen de tu designio! Porque la mayor indigencia es vivir engañada sin reconocer que mi sed es sed de Dios.

La sed que el hombre experimenta es sed de plenitud, sed de felicidad. Señor, Tú eres su más importante valedor y garante, porque nos has creado para hacernos partícipes de Ti mismo, de tu riqueza, de tu verdad, de tu bondad, de tu bien, de tu belleza, de tu gozo, de tu gloria. Pero el regalo de la sed pone en juego nuestra razón y nuestra libertad para que se abran a Ti, en obediencia a tus caminos y a tus tiempos. Nuestra sed no se calma de cualquier manera ni con cualquier cosa. Un náufrago puede morir de sed en medio del océano a pesar de estar rodeado de agua, de un agua que no es capaz de calmar su sed sino de agravarla hasta enfermar y morir. El anhelo humano de plenitud no puede encontrar alivio en la ambición, en la riqueza, en el poder, en la fama, en el placer pasajero y efímero a cualquier precio, en la comodidad, en el reservarse, en las estrategias comprometidas con la injusticia y con la falta de verdad y de bien. La sed de Dios solo la calma Dios.

En tu Persona, Señor, me has hecho comprender la urgencia y el misterio de mi sed. Tengo sed de Ti, aún más, soy sed de Ti, porque solo en Ti, Señor, se cumplirá mi anhelo de llegar a ser hombre verdadero y auténtico.

El Padre nos eligió en Ti antes de la creación del mundo para ser santos e inmaculados en su presencia, a impulsos del amor, y nos predestinó a ser hijos suyos por medio de Ti (cf. Ef 1, 4-5). En el barro originario de Adán, se esbozaba ya tu imagen de Hijo que un día se haría carne. Alguien escribió: “Dios estaba totalmente absorto y ocupado en modelar aquel ínfimo barro que se encontraba entre sus manos. El amor mismo le inspiraba los rasgos que quería conferir al hombre, porque Cristo mismo era el pensamiento de cuanto expresaba el barro, que ya entonces se revestía de la futura imagen de Cristo encarnado” (Tertuliano). Desde su origen, las entrañas del hombre te anhelan, tienen sed de Ti, Señor.

Los que peregrinamos sentimos el hambre y la sed, y Tú te hiciste nuestro camino hasta el punto de experimentar nuestra sed. Un día, cansado del camino, llegaste al pozo de Jacob y le pediste a una mujer samaritana: “Dame de beber” (Jn 4, 7). Dice el Evangelio que fue alrededor de la hora de sexta, la misma hora en que tiempo después, clavado en la cruz, gritaste: “Tengo sed” (Jn 19, 28). Mi Cristo sediento por amor, pides de beber, aunque dar y regalar es lo que verdaderamente deseas. Pides apertura al don para enriquecer, colmar y plenificar.

Tuviste sed con la samaritana, compartiste sed con la samaritana. Al entrar en el mundo habías dicho al Padre: “Me formaste un cuerpo y he aquí que vengo para hacer, oh Dios, tu voluntad” (Hb 10, 5-7). Y te hiciste uno de nosotros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado (cf. Hb 2, 17; 4, 15). Descendiste hasta los lugares y ambientes donde nosotros habíamos perdido la vida, para romper las cadenas que nos tenían prisioneros. Quisiste asumir nuestra debilidad, nuestra limitación y nuestras tentaciones, pero sin sombras de egoísmo ni de reserva, porque eras sin pecado. Tuviste sed con la samaritana porque también experimentaste el anhelo más profundo del corazón humano: la sed de Dios. Y tomaste sobre Ti la sed de todos, hasta el punto de suplicar con un grito potente y con lágrimas al que podía salvarte de la muerte (cf. Hb 5, 7). Era la súplica de tu Humanidad que, como la nuestra, anhela la plenitud, anhela beber de la fuente de la vida. Tú, Jesús, suplicaste, gritaste, lloraste, como los hombres suplican, gritan y lloran cuando se ven aquejados por la sed de plenitud, de bien y de comunión.

Tú, siendo el Hijo de Dios, no tenías necesidad alguna de haber experimentado el camino de aprender sufriendo a ser hombre. Señor, consuela pensar que quisiste asumir nuestra fragilidad. Pero ¿de qué nos habría servido que te hicieras solidario de nuestra sed, que la compartieses, si al final el hombre no hubiese tenido donde beber, donde encontrar alivio y descanso para su afanado corazón?

Tu sed como hombre nos manifestaba de algún modo la sed que Dios tiene del hombre. Tú, como Hijo Unigénito que conoces la intimidad del Padre, nos has contado cómo es Dios, y lo has hecho mediante una carne humana, con palabras, gestos, actitudes y sentimientos de hombre. Asumiste todas las dimensiones del hombre para que nos hablaran de Dios. En tu Humanidad sedienta nos has manifestado el querer del Padre: “Que ninguno se pierda, que todos conozcan el don de Dios” (cf. Mt 18, 14). Tu sed humana era el eco de otra sed, de la sed del Padre, que no puede permanecer impasible ante la sed del hombre ni sordo ante el grito del Crucificado sediento. El anhelo de plenitud que hay en el hombre se corresponde con el anhelo de Dios por dar al hombre la plenitud. “¡Qué incomparable ternura y caridad!” (Pregón pascual). La sed del Padre no es sino una consecuencia de su sobreabundancia de amor. No se trata de la sed impuesta por la carencia o la limitación ni por la fragilidad, sino la del que ama y se compadece, porque Dios es pasión de amor. Por eso, en tu Humanidad no solo manifestaste tu sed de hombre sino que, como Hijo único del Padre, también diste a conocer tu promesa de ofrecer “el agua viva que salta hasta la vida eterna” (Jn 4, 14).

Tú, Jesús, pediste de beber y gritaste: “¡Tengo sed!”. Tu sed encontró remedio en la docilidad al Espíritu que te hizo obediente al Padre hasta la muerte. Mediante el Espíritu eterno ofreciste tu carne sedienta a Dios, y el torrente vivo del Espíritu plenificó tu corazón humano con toda la fuerza del amor divino, capaz de transformar la muerte injustamente sufrida en oblación generosa de Ti mismo. El fuego del Espíritu, el fuego de la caridad, formó el corazón del hombre nuevo, tu corazón, Señor, que así se convirtió en fuente del Espíritu para todos nosotros, tus hermanos. Y con el don del Espíritu quieres hacernos partícipes de ese corazón nuevo. Como a la samaritana, nos ofreces el Espíritu que el Padre derramó sobre tu carne nacida de María, el mismo Espíritu que en tu carne se acostumbró a vivir entre los hombres de un modo nuevo; nos ofreces el Espíritu que hizo de tu carne el principio de una humanidad nueva, el principio de un nuevo modo de ser y de vivir.

Un día, “puesto en pie, gritaste: ¡El que tenga sed que venga a Mí y beba!” (Jn 7, 37). Señor, ¿cómo Tú, que sentiste la sed, te has convertido en el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin, y afirmas: “Yo, al que tuviere sed, le daré gratis a beber de la fuente del agua de la vida” (cf. Ap 21, 6)?

“Señor, dame de ese agua” (Jn 4, 15). Puesto que tanto lo deseas, infunde en mí el Espíritu Santo, dame tu beso de resurrección, capaz de configurarme contigo y con tu sed. Dáteme entero, Señor. Tengo hambre y sed inmensa de tu Persona, de todo lo tuyo, de tu carne y sangre. Te suplico hoy, ahora, una vez más, esas aguas de misterio; te lo pido como aquella samaritana que tanto cansancio había acumulado tratando de saciarse en fuentes que no podían dar alivio a su herido y doliente corazón.

Señor, dame tu Espíritu, crea en mí un corazón nuevo que, desposado contigo, se abrase en tu amor humano-divino y sienta el grito de quienes tienen sed, el gemido de la humanidad que sufre y cree no tener a nadie (cf. Jn 5, 7); y así, en tu Espíritu, pueda ser enviada a curar enfermos, resucitar muertos, purificar leprosos, expulsar demonios, porque estos son los signos que acompañan a los que creen en tu nombre (cf. Mc 16, 17-18). Señor, pon sobre mí tu gloria, que no es la gloria de la riqueza, ni del poder, ni del dominio, sino la gloria de quien con un corazón nuevo, forjado por la docilidad al Espíritu, hace suya la sed de sus hermanos, los hombres, porque en cada uno de ellos oye el grito de Cristo sediento.

“Jesucristo, mi inseparable vivir” (san Ignacio de Antioquía), con el fuego y la sed de mis hermanos los santos, con su audacia, me atrevo a pedirte: Abrásame en tu sed.

Escucho dentro de mí las palabras de santa Teresa Benedicta de la Cruz, que decía:

“El mundo está en llamas, ¿deseas apagarlas? Tantos quieren arrancar la cruz del corazón de los cristianos. ¡Ten cuidado, que el incendio puede alcanzarte a ti también! Pero en lo alto, por encima de todas las llamas, se eleva la cruz. Ella apaga las llamas de todo infierno.

El mundo está en llamas, ¿deseas apagarlas? Los brazos del Crucificado están extendidos para atraerte hasta su corazón. Él quiere tu vida para regalarte la suya. Deja libre tu corazón a Cristo, abandónate en Él. En ti se derramará el Amor redentor hasta inundar y hacer fecundos todos los confines de la tierra.

¿Oyes el gemir de los heridos en el campo de batalla? ¿Oyes la llamada agónica de los moribundos? ¿Te conmueve el llanto, la sed, el dolor de cada hombre? ¿Deseas estar a su lado, ayudarlos, consolarlos, curar sus heridas más hondas?

Abrázate a Cristo. Si estás esponsalmente unido a Él, en ti está su sangre, sangre que alivia, redime, santifica y salva. Unido a Él, estás omnipresente como Él; en su Espíritu puedes estar en todos los frentes, en todos los lugares de aflicción y esperanza.

¿Quieres sellar de nuevo y con todo tu corazón la alianza con Cristo? ¿Cuál será tu respuesta? ‘Señor, ¿adónde iremos? Tú solo tienes palabras de vida eterna’”.

Conozco bien la desproporción entre el don y mi respuesta, pero también sé que a nuestra fragilidad y a nuestra pobreza le has encomendado mostrar tu bondad y tu belleza, de manera similar a como la humilde y pálida luna refleja el esplendor del sol en medio de la oscuridad de la noche. Tú, que haces posible la comunión entre todas las teselas que configuran el mosaico de la Iglesia, tu Cuerpo, no permitas que se marchite el don; no permitas que, extasiados en el don recibido, dejemos de hacerlo llegar hasta el último confín de la tierra.

Señor, toma nuestra fragilidad y debilidad, y haznos existencia oblativa, vida ofrecida; que cada momento de la vida sea para nosotros tiempo de gracia y docilidad a tu Espíritu; que nuestra libertad sea obediente y permita al Espíritu entrar en nuestro mundo para hacer de él una ‘nueva creación’, tierra nueva y cielo nuevo (cf. Ap 21, 1). Señor, que no olvidemos nunca la propia sed, no vaya a ser que, incluso bajo capa de espejismos de bien o de frenética actividad y eficacia, ofrezcamos solo aridez; no vaya a ser que, dejando a un lado la fecundidad del amor, caigamos en la esterilidad. Quien no experimenta en la propia carne una sed profunda de Dios y no se ocupa y preocupa de ella, quizás no pueda ser testigo convincente de tu don.

¡Cuántas veces, como aquella samaritana, pensamos que nosotros mismos sabemos mejor que nadie dónde y cómo saciar nuestra sed…! Y hasta nos atrevemos a decirte: “Tú quieres darme agua y ni siquiera tienes con qué sacarla, pero yo sí tengo”. ¡Ay de nosotros, Señor!, ¿por qué a veces resbalamos sobre tus palabras: “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: ‘Dame de beber’, tú le habrías pedido y Él te hubiera dado agua viva” (Jn 4, 10)? ¡Cuántas veces damos por supuesto que vivimos del don!, y, casi imperceptiblemente, nos distraemos y nos desviamos hacia otras fuentes engañosas: cargos, estar a la derecha o a la izquierda de alguien, situaciones que consideramos ideales, estados de salud,… Tu don es capaz de transformar y recrear cualquier realidad y no requiere de condiciones. Tan solo es necesario un requisito: dejar que el Espíritu baje hasta nuestros abismos y dejarse llevar sobre sus alas. Entonces, “el cristiano —en palabras del Papa Francisco (Lumen fidei 21)— puede tener los ojos de Jesús, sus sentimientos, su condición filial, porque se le hace partícipe de su Amor, que es el Espíritu. Y en este Amor se recibe en cierto modo la visión propia de Jesús. Sin esta conformación en el Amor, sin la presencia del Espíritu que lo infunde en nuestros corazones, es imposible confesar a Jesús como Señor” de señores y Rey de reyes (cf. Ap 19, 16).

“El Espíritu y la Esposa dicen: ‘¡Ven, Señor!’. Quien lo escuche, diga: ‘¡Ven, Señor!’” (Ap 22, 17).

Oh Cristo mío, dame de beber ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.

Oración de la Madre Verónica en el 38º encuentro nacional de la Renovación Carismática