Imagen relacionadaTengo que reconocerlo, no me gusta renunciar a lo que deseo. Porque justamente el deseo es lo que mueve mi corazón y me hace sediento y hambriento. Mueve todas las fibras de mi ser. Me pone en camino.

El deseo es el motor de mi alma. El deseo más hondo es el ansia de infinito que tengo muy dentro. Un ansia de ser eterno. De amar para siempre. De ser amado para siempre y sin límites. Sin condiciones. Sabiendo que yo mismo tengo límites y condiciones.

Escribe R. M. Rilke: 

“Esta es la paradoja del amor entre el hombre y la mujer: dos infinitos se encuentran con dos límites; dos infinitamente necesitados de ser amados se encuentran con dos frágiles y limitadas capacidades de amar. Y sólo en el horizonte de un amor más grande no se devoran en la pretensión, ni se resignan, sino que caminan juntos hacia una plenitud de la cual el otro es signo”.

Es el deseo que arrasa mi corazón. Amar de forma infinita. Ser amado de forma infinita. Choco con los límites. La frágil capacidad de amar se enfrenta con sus límites.

Pero es Dios el que sostiene mi deseo. Por eso no quiero abandonar mis deseos. Y pensar que por mi torpeza son sólo quimeras.

Como observa al respecto Brugués: “No se trata de renunciar al deseo en sí mismo – lo que sería inhumano-, sino a su violencia. Se trata de morir a la violencia del placer, a su omnipotencia”[1].

No renuncio a lo que deseo. Pero sí a su dictadura sobre mi voluntad. No quiero ser esclavo de mis deseos. Pero quiero caminar mirando ese amor más grande, infinito, que me sostiene y levanta. No quiero la violencia que a veces siento al no lograr lo que anhelo.

Leía el otro día: “Somos personas pasionales, por lo que matar las pasiones sería como impedir el crecimiento de nuestra humanidad, secarla. Nos haría predicadores de muerte. Tenemos, en cambio, que ser libres para cultivar deseos más profundos, dirigidos a la bondad infinita de Dios[2].

Cuido los deseos más hondos y verdaderos que brotan en medio de la maraña de deseos pequeños que me confunden. Quiero ser fiel al deseo más verdadero, al más pleno, al más infinito.

Dejo pasar ante mis ojos sin violencia los deseos que me sacan de mi paz, los que me impiden pensar en el bien de los otros. Los que no me dejan sino buscar obsesivamente lo que es objeto de mis sueños egocéntricos.

Quiero saber bien qué hacer con lo que arde en mi alma. Encontrar un sentido a mi vida y darle cauce al río que corre por mis venas. Y descubrir que la renuncia es parte de mi camino.

Y no es tan duro renunciar a muchas de las cosas que deseo. Esa renuncia es un bien que me da alas. Es un valor y no una carencia. Aunque duela.

Es entregarle a Dios lo que más quiero. Entregarle lo que creía que era también su deseo. Es poner en sus manos mi vida, para que no me aten mis miedos. Para no apegarme a mis sueños de forma enfermiza y apasionada.

Supone renunciar al deseo más grande de mi corazón. Y surge la pregunta. ¿Cómo va a querer Dios que renuncie a lo que me hace feliz?

¿No es cierto que a veces me apego enfermizamente a lo que más deseo? Mi pasión gobierna mi vida.

Me apego a mi sueño de grandeza, de plenitud. Me dejo llevar por ese anhelo de hacer realidad todos mis sueños. ¿Qué sentido tiene esta renuncia?

Tal vez en la confianza está la llave para entenderlo todo. A menudo desconfío. No tengo claro que el camino que deseo no sea el que me hará pleno, feliz y libre.

Y entonces me apego a lo que amo. ¿Para qué voy a renunciar a lo que me hace feliz? ¿Para qué entregar lo que me llena el alma?

Aunque de primeras no lo parezca, esta renuncia me hace libre. Apaga los miedos. Doblega mis ansias. Cuando soy capaz de renunciar por amor, de colocar lo que amo por un amor más grande, me hago más libre.

Y entonces sucede lo imposible. La renuncia llena el cielo de estrellas. Muchas más estrellas que el dolor de la renuncia.

Así es en mi vida cuando renuncio. El cielo se llena de estrellas. Dios siempre da más. No quita, sólo da. Tengo más paz. Soy más libre para ver el dolor a mi lado. Más libre para amar al que lo necesita. Más libre para ponerme en camino y recorrer los pasos de mi vida.

Y tal vez por eso tiene sentido el ayuno de este tiempo. Me prepara para poder realizar con paz cualquier renuncia.

Dice el papa Francisco: “El ayuno debilita nuestra violencia, nos desarma, y constituye una importante ocasión para crecer. Nos permite experimentar lo que sienten aquellos que carecen de lo indispensable y conocen el aguijón del hambre; expresa la condición de nuestro espíritu, hambriento de bondad y sediento de la vida de Dios. El ayuno nos despierta, nos hace estar más atentos a Dios y al prójimo, inflama nuestra voluntad de obedecer a Dios, que es el único que sacia nuestra hambre”.

El ayuno me capacita para la renuncia. Y mi renuncia me hace más hijo. Me hace más fuerte. Porque, ¿no es verdad que el temor a perder lo que amo me debilita? Es cierto.

Cuando amo y me apego a lo que amo, me hago más débil. Más vulnerable. El amor es mi punto débil. El que me ata a la tierra y a mis sueños. Dios sabrá cómo hará plena su alianza.

La renuncia acaba con mis pasiones desordenadas. Le da paz a mi violencia. Calma mis gestos airados. Me hace más libre porque he entregado lo que más amo. Todos mis sueños. Y a cambio, recibo las estrellas del cielo.

¿Qué es aquello que más me cuesta entregarle hoy a Dios? Quiero educar mis deseos. Los pongo en sus manos. Me hago libre.

Por eso me hace bien el ayuno. Educa mi ánimo de entrega. Me hace más generoso. Más abierto a la generosidad de Dios que siempre da más. Miles de estrellas, la vida fecunda. Pongo en primer lugar al otro. Paso yo a un segundo plano. ¿Es eso posible?

A veces lo dudo. Mi vanidad, mi orgullo, mi egoísmo, mis ataduras. Pesan tanto mis cadenas de esclavo. Quiero aprender a renunciar por un amor más grande. Un sacrificio por amor. Es lo más grande que puede desear mi alma enferma.

 

El alma encuentra la paz. Hay esperanza.

[1] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad

[2] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad